Siendo Granada entera, una ciudad idílica para el fotógrafo, ávido de captar
todas sus esencias, que convierte al paseante anónimo en protagonista de una
leyenda, tiene no obstante rincones que son primores y paisajes de ensueño,
que bien valdrían por si solos ser considerados, al menos, patrimonio de mi
humanidad.
En el Barranco del Abogao (que es como se le conoce, aunque docto y culto
fuera el aboga-do), Granada se me cae por la ladera y no sé si el Genil allá
abajo podrá pararla.
Con la mágica luz del atardecer de invierno, el Realejo se erige protagonista en
primer término y tras saltar la muralla planta sus motivos… reales… frente a la
mítica Alhambra y el silencioso Albayzín, que mira con celos como el sol se
consume en las calles de la antigua judería, la Gárnata-al-Yahud.
Ya llama a misa de seis la campana de San Cecilio, mientras bajo a su
encuentro por las cuestas empinadas, que me ponen cipreses como hitos, que
me recuerdan la presencia divina, al tiempo que los chinos de las calles me
devuelven los pies al suelo.
Hoy, aquí, Granada ha sido única, como lo será mañana y pasado y al otro…
hoy me ha dado esta foto, intemporal. Hoy me ha vuelto a dar la vida.
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